Tengo las manos heladas y los pies congelados. La luces de la calle se han encendido y todavía es de día. El árbol se alza orgulloso y no tiene ni una hoja. Las aceitunas del cazo se han arrugado. El reloj marca un compás. Casi se parece al de mi corazón. Y al latir de la ciudad, de este barrio en concreto.
A estas horas, en esta estación que sufrimos y bajo este techo que me vio crecer, la vida no pasa indiferente para el resto del mundo, aunque así parezca. Aunque muchas veces me haya mostrado ausente, léase bien: mostrado, solo mostrado. Que no quiera cambiar la sociedad en la que vivo no signifique que me guste. Pero no por ello voy a matarme por desprenderme de su regazo. Tan bien que sabe calentar en verano, cómo rechazarla sabiendo lo friolera que soy.
Cuerpo con huesos y alma.
Y carne, como el resto.
Eso, también carne, y según mi posición, me arrugo como las aceitunas del cazo. Pero sigo siendo igual de feliz como siguen sabiendo igual de bien estas aceitunas. Todos lo sabemos.
ÁTICO SIN ASCENSOR
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