
Paseaba por el puerto de la ciudad. Observaba la gente que caminaba (no paseaba) por las aceras húmedas de aquel barrio pesquero. Creen que ir allá dónde nunca van sin intención de comprar es hacer un paseo. Ella eligió el puerto porque cerca estaba la playa. Siempre le molestó la arena, pero ver el horizonte es algo que te devuelve la paz, aunque sea ficticia. Después de la revolución comercial a la que había estado sometida durante la semana con el tema del nuevo hogar, falta le hacía. Y tararear aquella canción: "...báñate en mis ojos que se joda el mar", le hacía sentirse más segura. Todo era algo así como casi perfecto. Hasta que su mirada se estrechó al divisar mi silueta, tan poco definida como siempre. Quería disimular, deseaba que no me hubiera visto, pero paseaba (no caminaba) como ella y nuestro 39 de pie es inconfundible. Seguíamos, además, la misma línea paralela al horizonte, esquivando los mismos socavones con saltitos ágiles y elegantes, mirando el suelo que rozábamos y deteniéndonos cuando había algo más interesante que observar. ¡Cuánto tiempo sin verme reflejada en alguien ajeno a mí!. Nuestros ojos se volvieron a entornar pero esta vez a causa de la gran sonrisa que, para mí preparada para ella espontánea, nos regalamos. Entonces, como casi salida de la nada, una gran elocuencia me hizo retroceder un paso, hacer una reverencia y romper aquella paralela que llevaba tanto tiempo siguiendo. Sí, cogí otro camino; sí, caminé (no paseé). Y al desviarme de mi ruta observé a la vez que caminaba, me tropecé con los socavonces del suelo, consumí polución inconsciente de lo que hacía, bordeé cualquier diagonal y enterré mis pies en la arena. Nunca antes me sentí tan liberada, tan yo misma, como cuando dejé a mi solitaria personalidad siguiendo su estúpida vereda paralela al horizonte del mar.
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